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Alcanzar el umbral de rentabilidad de un negocio es una buena noticia. Mucho mejor sería que la curva de crecimiento fuera lo suficientemente esperanzadora como para ahuyentar peligrosas recaídas, pero en cualquier caso siempre es motivo de alegría y también de incertidumbre.

Una vez llegado al punto muerto hay que hacerse al menos tres preguntas: qué se va a hacer con los clientes en cartera, cómo interfieren los nuevos clientes y quién los va a atender.

Los clientes en cartera son los que nos han permitido llegar al umbral de rentabilidad. Son muy valiosos. Nos dan entidad como empresa y demuestran nuestra utilidad. Nos han enseñado a trabajar de cara al mercado, han testado nuestras fortalezas, nuestras debilidades y, sobre todo, han depositado su confianza en nosotros. Cuando presienten que trato puede deteriorarse, se ponen alerta.

Es normal. Saben que cualquier nueva empresa se desvive por alcanzar acuerdos que garanticen su superviviencia. Dichos contratos son a menudo asimétricos. La empresa compradora hará valer el riesgo asumido a cambio de precio y condiciones ventajosas. Algunos ponen sobre la mesa hasta la fortaleza de la marca para obtener mayores beneficios.

Por su experiencia saben que el umbral de rentabilidad supone el límite en el que aún no se suele invertir en mayores medios de producción, dejando la suerte del crecimiento a cargo de aumentos de productividad, horarios agotadores y agendas colapsadas. Así que temerán que los contratos se incumplan o se les lleve a una nueva negociación menos provechosa para ellos.

Tratar estas circunstancias es complicado. Algunos compradores decidirán buscar nuevos socios, otros intentarán sacar nuevos beneficios y, los más, se tranquilizarán tras unas pocas palabras de sosiego. Nunca hay que avenirse a exigencias que aumenten costes o excedan las fronteras de un acuerdo ya de por sí complicado. Aunque también hay que intentar por todos los medios que no se menoscabe la apreciación que tiene ese cliente sobre la empresa.

Es muy habitual que los propios emprendedores se dediquen a los clientes antiguos, para que no se note variación alguna, y que el personal recién contratado atienda a los nuevos. Esta solución no siempre es la idónea. No son los recién llegados los que mejor conocen a su cliente objetivo. Tampoco controlan los márgenes de negociación de su empresa.

Pero si los socios fundadores fueran capaces de liderar un equipo, de transmitir minuciosamente sus expectativas y supieran diseñar unas metas realistas, podrían gestionar con éxito la etapa de madurez de su empresa, atrayendo nuevos clientes y fidelizando a los que ya poseen.

El emprendedor que se ha dejado la piel para romper un mercado, que ha sufrido lo indecible para conseguir clientes y que sabe que la búsqueda de otros nuevos es clave para su supervivencia, es sin duda el mejor y más preparado director comercial de su empresa. Tan sólo le falta poder comunicar todo lo que sabe al nuevo equipo. De este modo podría dedicar todo su tiempo a avanzar en su proyecto, a prosperar como empresario, a atender a los clientes más rentables y controlar el flujo de caja, dejando su presencia puntual y de calidad a los momentos claves de cada nueva negociación.